29 enero 2006

the legend

Max Tooney me narró hasta el último detalle. Sus piadosos ojos se disparaban al vacío al recapitular cada recuerdo. El Virginian había sido una de las embarcaciones con más trayectoria de comienzos del siglo XX. Cuando entramos a lo que quedaba del salón principal donde las altas clases desfilaban cada noche, empezó a relatarme aquel encuentro de Jelly Roll Morton, el inventor del jazz, con Mil Novecientos. De repente dejé de oler el polvillo de los jirones del lujo que ahora eran maderas viejas y restos otoñales para escuchar las melodías que Tooney me describía. Bajo una bella cúpula de vitraux con contemporáneas siluetas, una gigantesca araña con doradas patas sostenía excelsas esferas de cristal de roca. La luminosa moda charlestón adornaba a las damas con redes sobre las cabelleras y finos guantes. Vuelos irregulares, gasas, creps y tablas desafiaban los largos de los vestidos y las polleras. Los impecables caballeros ostentaban blancas, negras y grisáceas vanidades. Los brillos de los zapatos, las carteras y la bijou contrastaban las lisas gamas de verdes escotados, negros trasparentes, beiges bordados, estampas floreadas y sicodélicas con plumas y flecos. Como piezas monocromáticas, los elegantes mozos y las loadas armonías de la orquesta enlazaban el movimiento de una calesita digna del nuevo siglo.Junto al lustrado piano de cola estaba Mil Novecientos, a quien Max Tooney distinguió como su mejor amigo. Aquella leyenda del niño prodigio que dormía junto a las válvulas de la caldera y que había desarrollado una capacidad musical extraordinaria, hoy tenía casi 40 años y el más profundo cariño y respeto de Tooney. El genio que se caracterizaba por habitar desde siempre el Virginian, en cualquier momento irrumpiría con una sospechada composición espontánea. El resto de los músicos guardaría silencio sonriendo una vez más. Todos disfrutarían de la novedad que él creara, ya fuere en aquel fastuoso salón o en algún apretado rincón que aglutinara a los inmigrantes europeos de las clases bajas.Pero esta era una noche distinta. Una balada serena aguardaba el inicio del desafío que los mensajeros de Jelly Roll Morton habían propuesto. La sala empezó a petrificarse. La pista de baile quedó vacía en instantes. Un silencio expectante retenía la seriedad con que el decoroso smoking de Morton ingresaba. Paso a paso, sacó un cigarro de una caja metálica, lo encendió y se dirigió hacia la barra de alcoholes. Bebió la media copa de ron como si no tuviera importancia que absolutamente todas las miradas estuvieran sobre él. Impetuosas afirmaciones y un irónico estilo de vida solían empeñar su trayectoria artística. Magno, giró hacia el piano y caminó hasta él. Tooney arrugaba la nariz cuando lo recordaba. “Creo, que está sentado en mi silla!” le dijo a Mil Novecientos, quien asintió apacible como siempre y preguntó: “Ud es quién inventó el jazz?”. Con distraída altivez Morton contestó: “Eso es lo que dicen; y tú eres el que no puede tocar el piano a menos que tenga el océano bajo el trasero?” “Eso es lo que yo digo” respondió Mil Novecientos al tiempo que extendió su mano derecha para no recibir respuesta alguna. Entonces guardó las manos en los bolsillos de sus pantalones. Todos observaban como Morton colocaba el cigarro al borde del piano luego de haberlo aspirado un par de veces en vez de responder al saludo de su contrincante. Se sentó a iniciar el duelo con la danza de sus ligeras manos. Los flashes fotográficos marcaban los compases como sincronizados a la acrisolada mixtura de blues y ragtime. Morton había aprendido a tocar bajo las cortinas de los burdeles de Nueva Orleáns. Acariciaba las teclas como la seda en el cuerpo de una mujer sin molestar la pasión que el legendario amigo de Tooney dibujaba con las manos.Mil Novecientos escuchó con admiración. Luego del estallido de aplausos caminó lentamente hacia el piano. Dubitativo se acomodó frente al instrumento buscando una melodía. Fue un preludio extraño para Tooney pues él conocía el talento con que su amigo lograba enunciar la vida a través de la música. Él esperaba que ganara éste duelo con una sola mano. Sin embargo, desde las primeras notas todos los rostros quedaron desconcertados. Especialmente Max, que atónito no pudo creer en la función de Mil Novecientos. De alguna forma, todavía esperaba algún giro sorpresivo en su composición. Pero no sucedió. Y así boquiabierto, se quedó escuchando otra dulce versión del clásico villancico Noche de Paz.

1 comentario:

mora blueness dijo...

ésta es una crónica demasiado repleta de imágenes xque es un fragmento de una de mis películas favoritas: the legend of nineteen hundred. la brillante actuación de tim roth me dejó en una historia original un lúcido matiz del miedo a crecer en esencia.
(parezco comentarista de revista de cine...)